
Diseñador --> Curador
Al desvanecerse las fricciones técnicas, el diseño se traslada del hacer al pensar: es criterio, es curaduría, es toma de posición.
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En muy poco tiempo, la tecnología habrá pulverizado todas las barreras técnicas para crear imágenes, y con ello se vislumbra una posible pivotación profunda en el rol del diseñador: del artesano al curador. Esta transformación, impulsada por las plataformas de inteligencia artificial generativa, no sólo redefine el proceso creativo, sino que desplaza el núcleo de la autoría. El nuevo diseñador ya no forja con las manos, sino con la mirada; no traza líneas, sino que decide cuáles deben existir.
A diferencia del artesano tradicional —figura que Richard Sennett defendía como epítome del vínculo entre cuerpo, herramienta y pensamiento—, este nuevo creador no aprende haciendo, sino discerniendo. Su aprendizaje es conceptual, curatorial, narrativo. No necesita dominar la anatomía para generar una figura humana, ni comprender la luz para obtener un claroscuro perfecto. La IA le provee de todo ello sin esfuerzo, como un oráculo obediente. Lo que está en juego ya no es la ejecución, sino la intención.
Esta mutación del rol creativo tiene implicaciones profundas. El estilo personal, históricamente sedimentado en el gesto repetido, en el error como camino, en la fricción entre voluntad y materia, ahora debe surgir sin ese cuerpo a cuerpo con el medio. ¿De dónde proviene, entonces, la singularidad? En este nuevo entorno, el estilo se convierte en un criterio curatorial sostenido por decisiones: qué imágenes invocar, qué referentes activar, qué narrativa sugerir. La creatividad se traslada del hacer al seleccionar, del trazo al montaje, del taller al ojo.
Como señala Boris Groys en Obra de arte total Stalin, el curador no es un espectador pasivo ni un mero mediador, sino alguien que produce significado a través de la organización. Así, el nuevo diseñador trabaja como un editor visual: su talento reside en construir sentido a partir de una galaxia de posibilidades prefabricadas. No inventa, sino que ensambla, filtra, reordena. Y ese gesto también es político: decidir qué imágenes merecen nacer en un mundo saturado de ellas.
Pero este desplazamiento también implica riesgos. Sin una práctica artesanal que limite, que imponga una temporalidad lenta, puede emerger una ansiedad por la producción infinita. Lo ilimitado no siempre libera; a veces paraliza. El filósofo coreano Byung-Chul Han advierte que la positividad total —la ausencia de obstáculos— desemboca en agotamiento. El nuevo creador debe, por tanto, imponerse límites simbólicos para sostener su voz.
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La educación del diseñador deberá transformarse con este cambio de paradigma. Ya no bastará con dominar programas o técnicas de representación: será necesario desarrollar una nueva forma de pensar. Una forma que no se base en la ejecución ni en la destreza técnica, sino en la capacidad de leer el mundo, formular preguntas críticas y establecer relaciones entre disciplinas, lenguajes e imaginarios. Las escuelas de diseño deberán ampliar sus horizontes hacia las ciencias humanas —la filosofía, la antropología, la historia del arte, la teoría crítica— no como adorno académico, sino como base indispensable para que el creador pueda habitar con sentido un universo sin fricciones técnicas.
En un lienzo donde todo es posible, lo más difícil será decidir qué merece existir. Y esa decisión ya no vendrá del oficio, sino del pensamiento, la sensibilidad y la ética. Diseñar será menos resolver problemas y más formularlos con inteligencia y profundidad.
Como apunta Donna Haraway, “contar historias correctas es cuestión de supervivencia”. Y en el contexto de creación automatizada, la capacidad de narrar con conciencia, de imaginar futuros desde una mirada crítica y situada, será lo que distinga a un diseñador de un operador. La educación del futuro formará menos técnicos y más pensadores visuales, menos ejecutores y más estrategas de sentido.
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En esta posible pivotación del artesano al curador, del hacedor al editor, el diseño se redefine como una práctica de pensamiento visual. Ya no importa tanto cómo se hace una imagen, sino por qué. Y esa pregunta —radical, fundacional— es la que sustentará la profundidad del acto de crear. Porque incluso en la era post-técnica, como recordaba John Berger, “ver no es suficiente. Tienes que pensar también”. Y en ese pensar, quizás, el estilo vuelva a tener cuerpo.
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Epílogo: el mundo meme
Esta pivotación hacia la curaduría ocurre en un ecosistema saturado de imágenes, donde la originalidad ha sido sustituida por la reciclabilidad. No se trata sólo de herramientas potentes, sino de un clima cultural profundamente marcado por la lógica del meme: imágenes que nacen no para perdurar, sino para circular; gestos que no se crean desde cero, sino que se reinterpretan infinitamente a partir de materiales preexistentes.
Vivimos en un bucle estético donde casi nada aparece como realmente nuevo. Remakes, secuelas, precuelas, adaptaciones, homenajes, crossovers, universos compartidos. El mundo meme se impone como lógica dominante, y en él, la creación ya no aspira a abrir caminos, sino a conectar con un imaginario inmediato, reconocible, viralizable. Es el triunfo de la cita sobre la invención.
Este paisaje representa un riesgo definitivo para el creador del futuro: si la tecnología elimina todas las barreras para producir cualquier imagen imaginable, y el contexto cultural impone la repetición como norma, ¿cómo escapar de la trampa de lo reconocible? ¿Cómo evitar que la creatividad se convierta en un ejercicio de edición superficial sobre patrones heredados?
En un entorno así, la inteligencia artificial puede convertirse no en una aliada, sino en una máquina de reproducir clichés. Y el creador que no desarrolle una mirada crítica, una ética narrativa, una conciencia del tiempo en que vive, corre el riesgo de ser arrastrado por un torrente estético donde todo se parece a todo y nada tiene peso.
Frente a esta deriva, la función del diseñador no será generar más imágenes, sino resistirse al simulacro. Elegir con rigor qué merece nacer. Usar la herramienta no para repetir lo que ya hemos visto mil veces, sino para preguntarse —desde el fondo del mundo meme— qué imagen aún no hemos aprendido a ver.