
La economía de lo prescindible
Cuando la tecnología puede encargarse de lo innecesario, el trabajo humano recupera su sentido.
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En 2018, el antropólogo David Graeber formalizó una intuición compartida por millones: existen trabajos que, incluso para quienes los desempeñan, no tienen sentido. En su libro Bullshit Jobs, clasificó estas funciones sin propósito en cinco categorías: flunkies, goons, duct tapers, box tickers y taskmasters. Aunque parezca exagerado, basta con observar muchas oficinas para reconocerlos.
Ahora que los agentes inteligentes —capaces de tomar decisiones y ejecutar tareas de forma autónoma— empiezan a integrarse en empresas y administraciones, la pregunta es inevitable: ¿seguiremos dedicando tiempo, dinero y talento a trabajos que podrían desaparecer sin que nadie los eche de menos?
Tomemos los flunkies, por ejemplo. Personas cuya única función es “hacer quedar bien” a otros: asistentes sin funciones claras, coordinadores que solo gestionan agendas, recepcionistas sin llamadas. Hoy, muchas de esas tareas pueden automatizarse con sistemas de gestión, asistentes virtuales y canales internos bien diseñados. No se trata de eliminar el trato humano, sino de evitarlo cuando no aporta valor.
En el caso de los goons —profesionales que existen solo porque otros también existen, como los vendedores insistentes o ciertos equipos de relaciones públicas— la automatización ayuda a reducir la lógica del enfrentamiento constante. Con herramientas que alinean oferta y demanda de forma más transparente, el esfuerzo por “convencer” se sustituye por un servicio más claro y directo.
Los duct tapers son quienes pasan sus días resolviendo problemas que no deberían existir: procesos mal diseñados, sistemas que se caen, tareas repetitivas. Aquí, los agentes inteligentes pueden anticiparse a los fallos, corregirlos sin intervención humana o directamente rediseñar el proceso para que funcione mejor desde el principio.
Luego están los box tickers, empleados que solo existen para generar informes, validar formularios o demostrar que algo se ha hecho, aunque no tenga impacto real. En lugar de simular cumplimiento, los sistemas automáticos pueden medir y reportar resultados de forma objetiva, dejando que las personas se concentren en mejorar, no en justificar.
Por último, los taskmasters, figuras que supervisan a otros aunque el trabajo ya esté controlado por sistemas. En entornos más descentralizados, con objetivos bien definidos y herramientas de seguimiento en tiempo real, esta capa de gestión pierde sentido.
El objetivo no es “eliminar empleos”, sino liberar a las personas de tareas inútiles para que puedan enfocarse en lo que realmente necesita talento humano: cuidar, crear, enseñar, investigar, mediar, innovar. No todo puede ni debe automatizarse, pero sí podemos dejar que la tecnología se ocupe de lo que no aporta.
En un mundo cada vez más exigente con el uso del tiempo, ¿no sería lógico que el trabajo volviera a tener sentido?